En el mes de junio de este año, un diario “de izquierda” informaba que el distrito de San Borja era considerado el más seguro de la ciudad de Lima según una encuesta. De acuerdo con el informe, los méritos que lo habrían hecho acreedor de esta posición serían la evaluación favorable de la policía y el serenazgo. Lo que este informe obvió es que esa misma policía fue la que asesinó brutalmente a Gerson Falla.
Este no es un caso aislado. En años anteriores la institución Ciudadanos al Día, que entre otras cosas premia las “buenas prácticas en la gestión pública”, había otorgado el segundo puesto de su ranking de seguridad ciudadana a la Municipalidad de Miraflores. Esta municipalidad había acumulado un conjunto de intervenciones autoritarias y violentas por parte de los efectivos del serenazgo contra jóvenes que se apropiaban libremente de espacios públicos. Quizás el caso más sonado fue el de “Los malditos de Larcomar”, donde se golpeó y arrestó a un grupo de jóvenes deportistas que pasaban por las inmediaciones de dicho centro comercial, acusados falsamente de ser miembros de una banda de asaltantes.
Si bien estos son hechos puntuales, las constantes intervenciones de serenos expulsando a “no vecinxs” de parques son a l g o q u e p u e d e encontrarse en la mayoría de distritos de Lima. Esto nos deja frente a un problema con dos frentes.
El primero comprende las prácticas de vigilancia y control que restringen el uso de espacios públicos y, en segundo lugar, que estas prácticas están justificadas, pedidas y toleradas por parte de la población. Es decir, no nos enfrent amos sólo a medidas microfascistas de las fuerzas del orden (policías o serenos), sino también de sectores reaccionarios, conservadores o, simplemente, gente que se siente insegura.
Los sociólogos han llamado “ideología de la inseguridad” a esta situación. Según L. Wacquant, la ideología de la inseguridad tiene su origen en EE.UU. y, mediante consultorías privadas (en especial del Bratton Group), se ha ido expandiendo primero a Europa y luego a América Latina. Por ejemplo, esta consultora de (in)seguridad vino a Lima en el 2001 a hacer un informe, contratados por el entonces alcalde, Alberto Andrade y en la última campaña municipal su hermano, Fernando, sugirió llevar a cabo la mayor parte de sus sugerencias. Si bien lxs anarquistas se han opuesto desde siempre a las medidas que buscan controlar a los individuos, es importante tener en cuenta qué implica esta ideología de la inseguridad. Para comenzar, implica la relación de actores que van desde la policía y los distintos niveles de gobierno hasta los pobladores que son quienes tienen las “demandas de seguridad”.
En segundo plano está el discurso que manejan todos los involucrados, el cual combina al neoliberalismo económico y social con un conservadurismo moral. Consiste en un conjunto de medidas como la represión de delitos menores e infracciones, el agravamiento de penas y la focalización del delito en la juventud y ciertas poblaciones y zonas de las ciudades a las cuales se las considera “en riesgo” o a las que se identifica como “inseguras”. A esto lo acompaña una jerga supuestamente científica que llama “violencias urbanas” a todo tipo de evento que “altere el orden” ¿qué orden?, pues aquél que definan quienes tengan el poder: policías, iglesia e, incluso, lxs vecinxs de un distrito.
Entonces, la manera en la que se llevan a cabo las políticas de seguridad mantienen una lógica de administración empresarial: mayores intervenciones, detenciones, así como mayor número de efectivos y de equipamiento, serán entendidos como indicadores positivos. De esta forma, se destina más dinero a seguridad y se reduce el dinero para programas sociales (el populismo cambia de rubro). Ejemplo de esto es lo que ha sucedido en otras partes del mundo, los presupuestos para armamento, autos y efectivos de seguridad aumentan, pero los servicios de salud y bienestar social se pauperizan. Obviamente para las clases medias y altas esto no implica mucho, pero para quiénes no pueden pagar seguros, educación privada ni vivir en condominios cerrados se vuelve difícil el acceso a salud de calidad, se reducen las oportunidades dentro de la misma lógica capitalista y se les estigmatiza por vivir en zonas consideradas riesgosas.
En otras palabras, la seguridad ciudadana se convierte en el mecanismo por el cual se controla a quienes el mismo sistema capitalista-democrático no puede y no quiere incorporar. Si sumamos a esto que hoy más que nunca las prisiones son botaderos donde la sociedad alberga a quienes no resultan funcionales de acuerdo con una lógica conservadora, podemos entender por el qué los pedidos de endurecimiento de penas, establecimiento de pena de muerte y ausencia de crítica frente acciones represivas de policías y serenos.
Se puede decir que el caso peruano es distinto al de Estados Unidos, sin embargo, esto no quita que la ideología de la inseguridad se esté implantando desde hace un buen tiempo. En primer lugar, tenemos a los medios de comunicación tradicionales que se han encargado de propagar el miedo en la población, haciéndonos creer que los casos más extremos son pan de cada día. Estos mismos medios dan tribuna a un conjunto de individuos que se proclaman “expertos en seguridad” y que no hacen sino exigir mayor represión, más prisiones y más dinero para el sector (algunos a pesar –o quizás gracias a- de su pasado marxista). Nunca estos “expertos” se detienen a preguntarse cuáles son las consecuencias de las políticas por las que abogan ni dan la cara cuando suceden casos como los que hablábamos al comienzo.
En el caso específico de los serenazgos basta con revisar sus planes de seguridad para encontrar, primero, un lenguaje discriminatorio y nada riguroso que mezcla arrebatos de carteras con prostitución, mendicidad y presencia de niños trabajadores. Otra etiqueta que suelen usar es la de “homosexuales” u “homosexualismo” como uno de los males a “erradicar”. A esto se suman los gastos de miles de dólares en cámaras de vigilancia que impiden el anonimato y la libertad a la hora caminar por calles o quedarse en parques y áreas verdes. Lo que hace más ridículo este planteamiento es que, en la práctica, lo único que pueden hacer los serenos es hostigar con su presencia a todo aquél considerado por autoridades y vecinos como “indeseable”. No resulta tan aventurado asumir, entonces, que la expulsión violenta de lxs marginales e indeseadxs se tenga que justificar con “operativos de seguridad” y que las medidas que supuestamente permitirán el uso de espacios públicos lo restrinjan tanto como los robos.
En resumen, la crítica anarquista de los dispositivos de seguridad y de las prisiones no ha perdido vigencia, sino que se ha vuelto más útil que nunca para enfrentar estos métodos falaces.